Dejad las puertas
abiertas esta noche, por si él quiere, esta noche, venir, que
está muerto. Abierta toda la casa, lo mismo que si estuviera
de cuerpo presente en la noche azul, con nosotros como
sangre, con las estrellas por flores.
Juan Ramón
Jiménez
Hace algún tiempo, cuando Silvestre aún no había
muerto, escribí un artículo que comenzaba con las siguientes palabras, que
pudieran parecer quizá demasiado intencionadamente efectistas:
"Ayer conocí a Silvestre Revueltas..."
Sin
embargo, el primero que juzgó natural y lógico que apenas hasta el día
anterior yo lo hubiera conocido -no obstante ser hermanos, no
obstante tratarnos diariamente-, fue el propio Silvestre. Eso estaba bien,
así ocurre, no había por qué alarmarse, pues no es fácil
conocer a nadie, saber quién es verdaderamente y cómo es, ni aun en
virtud de ese milagro incidental de estar unido a él a través de
la misma sangre.
Silvestre era mi hermano. ¿Pero quién era?
Yo podía dar muchas respuestas a esta pregunta, probablemente
más respuestas que cualquier otro, puesto que lo amaba, lo admiraba
desde mis primeros años, desde que tuve uso de razón. Pero desde
luego no se trataba del amor o de la admiración, ni de que yo supiera
si Silvestre era esto o aquello, músico o santo, sacerdote o
bandido, profeta o criminal.