romper los vínculos que nos unen, y ya para él no soy
nadie,
ni su amigo, ni su camarada, ni su hermano.
Nadie.
Las manos de Silvestre tiemblan con trepidantes
sacudimientos, y sin
apartar de mí su espantosa, justiciera
mirada, mueve los labios
con retorcidas, torpes contracciones
epileptoides, en un esfuerzo
desesperado por articular alguna
misteriosa palabra que ya no alcanza
a decir. Su cuerpo
brinca por dentro con dos o tres violentas
convulsiones, y
ahora sus ojos se vuelven hacia atrás, como si alguien
tirara
de ellos con desconsiderada rudeza desde el interior
del
cráneo, mientras los párpados permanecen abiertamente rígidos
y
tensos, con músculos paralizados. "¡Hermano, hermanito
querido,
hermanito del alma! ", escucho a mi hermana Consuelo
que, solloza con un
ronquido bestial inhumano, a tiempo que
toma entre sus brazos la
cabeza de Silvestre y lo besa en la
frente. Del otro lado de la cama
apenas logro distinguir la
figura borrosa, atribulada, de
Ángela.
Yo me arrojo a los pies de Silvestre y hundo mi rostro
entre
ellos. Son unos pies calientes, unos pies que arden y me