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morir, va a morir, parecemos decirnos todos en silencio,
aturdidos, como si alguien nos hubiera dado un golpe en la
cabeza. ¿Pero qué se puede hacer? ¿Qué podemos hacer?

Ángela, Consuelo, y yo, estamos solos con Silvestre, en la
habitación.

Apenas pasan unos cuántos minutos de las doce de la noche:
ha comenzado el cinco de octubre.

En apariencia Silvestre duerme pesadamente, pero su
respiración, desde hace un rato, se ha convertido en estertor.

Lo miro largamente, con un gran amor infeliz de pronto abre
los ojos y los clava sobre mí. Pero es una mirada terrible,
acusadora, airada, en la que me reclama, en la que me pide
cuentas; la mirada iracunda y llena de colérico estupor que
se dirige a un desconocido, a un intruso, a un asaltante que
viola la muerte que no le pertenece. No es que Silvestre me
desconozca en este momento supremo sino que la muerte lo hace



 

romper los vínculos que nos unen, y ya para él no soy nadie,
ni su amigo, ni su camarada, ni su hermano. Nadie.

Las manos de Silvestre tiemblan con trepidantes
sacudimientos, y sin apartar de mí su espantosa, justiciera
mirada, mueve los labios con retorcidas, torpes contracciones
epileptoides, en un esfuerzo desesperado por articular alguna
misteriosa palabra que ya no alcanza a decir. Su cuerpo
brinca por dentro con dos o tres violentas convulsiones, y
ahora sus ojos se vuelven hacia atrás, como si alguien tirara
de ellos con desconsiderada rudeza desde el interior del
cráneo, mientras los párpados permanecen abiertamente rígidos
y tensos, con músculos paralizados. "¡Hermano, hermanito
querido, hermanito del alma! ", escucho a mi hermana Consuelo
que, solloza con un ronquido bestial inhumano, a tiempo que
toma entre sus brazos la cabeza de Silvestre y lo besa en la
frente. Del otro lado de la cama apenas logro distinguir la
figura borrosa, atribulada, de Ángela.

Yo me arrojo a los pies de Silvestre y hundo mi rostro entre
ellos. Son unos pies calientes, unos pies que arden y me

 
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