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víctima de atroz melancolía. Esto había comenzado después de
la derrota de España.

Era natural, Silvestre había vivido junto al inmenso, junto
al grande pueblo español los momentos más bellos, más
profundos de su vida. Cuando estuvo en España, intentó
quedarse en el batallón del coronel mexicano Juan B. Gómez,
al frente de la pequeña, anónima banda militar, en las mismas
líneas de fuego. Hubo que disuadirlo con toda clase de
esfuerzos y razones, pero Silvestre se dolía siempre de no
haber logrado su empeño.

España era la verdad, la verdad de la lucha, de la esperanza
humana. Y aquellos hombres, aquellos combatientes -los
combatientes de España entera, de la España iluminada y
magnífica-, eran los hombres de ese mundo, la nostalgia de
cuya existencia atormentaba a Silvestre desde niño. Pero por
fin le había sido dado contemplar el futuro, por fin había
podido convencerse de que no estaba solo y que desde cada uno
de los rincones de la tierra hay un destino que avanza para



 

consumar al hombre, para libertarlo y restituirlo en su más
alta y sagrada dignidad.

Mas cae España: se dice en pocas palabras.

Sin embargo, Silvestre no podrá recuperarse del infinito
dolor que esto le causa. Ha perdido hijos, ha perdido
hermanos, ha perdido a su madre, pero jamás pensó perder a
España. Sólo le es posible comprenderlo con el entendimiento
con que está acostumbrado a entender las cosas, que es el
entendimiento de la sensibilidad, ése que no puede menos, a
despecho de todo, que predominar en un artista, y se niega a
aceptar que así deban ser los hechos. Puede entender el
problema políticamente, se lo puede explicar desde todos los
puntos de vista y con todas las razones lógicas, pero su alma
no está conforme, su corazón no accede a resignarse, y lo
peor, a encontrar las fuerzas nuevas con las cuales nutrirse
y alimentar de nuevo la esperanza.

Silvestre no es un político, no se ha construido en esa
militancia que endurece y templa el espíritu, y lo hace

 
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