Las
cosas debieron ocurrir mas o menos así: Silvestre
abandona a las
altas horas de la noche, algún cabaret o
cafetucho donde se
encontraba, y se aventura solo por las
calles de la pequeña ciudad
norteamericana en que vivía, con
dirección a su casa. En un punto determinado
lo asaltan unos
hampones, armados con armas blancas, y sin esperar
a más,
ante la actitud indefensa y desamparada de Silvestre,
lo
atacan salvajemente y con lujo de brutalidad. Silvestre
pudo
defenderse, pudo retroceder, pudo escapar en alguna forma y
en
cualquier momento antes del ataque, pero inmovilizado por
la sorpresa no
acertó a moverse.
A Silvestre no le importaba perder la vida, de
eso estoy
convencido en absoluto, ni tampoco era hombre capaz
de
dejarse dominar por el miedo. Pero en esos momentos había
algo
más importante que la vida. La cuestión era que si
intentaba
defenderse, Silvestre debía "meter las manos", es
decir, ponerlas en
peligro. ¿Y qué otra cosa más sagrada para
él que sus manos, con las que
hacía música con las que tocaba
el violín? No por pensar que de
herirlo aquellos hampones se
quedaría sin medios de obtener el
sustento. Jamás pudo