contra la fosilización, el
cretinismo y la estrechez
provinciana y académica de la música en
México. Su lucha
corría parejas con la de los pintores, que a su vez
echaban
de su ronco pecho, aterrorizando a la timorata burguesía
con
el genial embadurnamiento de los muros que pintaban. Entre
ellos
estaba siempre inquieto, irreductible, audaz, con sus
colores
prodigiosos, Fermín Revueltas, que podría haber sido,
de alcanzarle la
vida, ese otro de los grandes de la pintura
mexicana (y lo digo no
por tratarse de mi hermano, sino
porque son precisamente esos
"grandes" los primeros en
reconocerlo). Así, mientras los pintores
editaban la revista
30-31 y fijaban proclamas en las calles,
Revueltas y Chávez
tocaban a Schoenberg, a Höenneger, a Milhaud, en los
teatros
Fábregas y Arbeu y las patadas en el piso, de un
público
furioso, constituían entonces el mejor aplauso y el
más
indiscutible testimonio del triunfo.
Lástima que la amistad de
Silvestre y Chávez -"músico de
acero" lo llamaba Silvestre-, no haya
podido conservarse
inalterable, a causa de las intrigas y maledicencias
que