Sus cartas de la adolescencia son tiernamente conmovedoras
en
este sentido, y tienen, por otra parte, cierto rasgo
singular que
seguirá siendo la característica de determinada
correspondencia suya
hasta los días más próximos a su muerte:
no están escritas
precisamente para quien se destinan, ni
para que este destinatario las
comprenda del todo. Son más
bien una especie de soliloquio, una
propensión de Silvestre
por hablar a solas y por confiar sus anhelos, a
un deliberado
vacío, a esas personas -amadas, queridas hasta las
lágrimas,
sin excluir a su mujer, de esto no hay duda-, que
tomarán
siempre con mucha calma sus románticas confidencias, sin
alarmas
ni sobresaltos convencidas, en todo caso, de que no
presagian
ningún peligro y son fruto, a lo más, de un ánimo
exaltado y una
imaginación ardiente. He aquí, por ejemplo, el
fragmento de una carta
dirigida a mi madre, que Silvestre
escribe a los dieciséis años, cuando
estudiaba música aquí en
la ciudad de México:
[...]
Muchas veces al caer de estas tardes invernales me voy
a Chapultepec,
y bajo este cielo nublado, me pongo a soñar
¡mi sueño eterno de
amor, de poesía! y al volver a la