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considerar así a un chiquillo, con esta seriedad tan objetiva
y conforme, no mostrarse su vocación como una locura
desesperada -un inevitable mal-, así la tome su padre con esa
lógica, tranquila y natural, sin sorprenderse, sin asombrarse
-del mismo modo en que Silvestre tampoco se asombraba ante su
propio ser, ni ante sus abismos-, apenas con la reflexiva
preocupación de que aquello pudiera constituir quizá también
un mal?" Es sorprendente.

Quiere decir que Silvestre estaba marcado con signos muy
visibles para su padres, que no los discutían, que no los
contrariaban jamás. A lo de toda su vida, en efecto, mi padre
supo amar estos signos como ninguno, y supo ayudar a
Silvestre, también como nadie, para que pudiera disponerse a
realizar lo que éstos le ordenaban, justamente en el duro
tránsito de la adolescencia, cuando el arte de Silvestre
estaba más necesitado de ese amor y esa devoción ejemplares.

Así era la alucinante y alucinada vocación de le brotaba a
flor de piel, sometiéndolo sin descanso -y desde un
principio-, a los suplicios más tenaces del espíritu.



 

Sus cartas de la adolescencia son tiernamente conmovedoras
en este sentido, y tienen, por otra parte, cierto rasgo
singular que seguirá siendo la característica de determinada
correspondencia suya hasta los días más próximos a su muerte:
no están escritas precisamente para quien se destinan, ni
para que este destinatario las comprenda del todo. Son más
bien una especie de soliloquio, una propensión de Silvestre
por hablar a solas y por confiar sus anhelos, a un deliberado
vacío, a esas personas -amadas, queridas hasta las lágrimas,
sin excluir a su mujer, de esto no hay duda-, que tomarán
siempre con mucha calma sus románticas confidencias, sin
alarmas ni sobresaltos convencidas, en todo caso, de que no
presagian ningún peligro y son fruto, a lo más, de un ánimo
exaltado y una imaginación ardiente. He aquí, por ejemplo, el
fragmento de una carta dirigida a mi madre, que Silvestre
escribe a los dieciséis años, cuando estudiaba música aquí en
la ciudad de México:

[...] Muchas veces al caer de estas tardes invernales me voy
a Chapultepec, y bajo este cielo nublado, me pongo a soñar
¡mi sueño eterno de amor, de poesía! y al volver a la

 
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