nadie, cuando menos nadie visible, tangible,
terrenal. Esta
insumisión, esta rebeldía, estaba más allá de
nosotros, lejos
de nuestro alcance, inaparente y desigual. Era la
rebelión
diaria de Silvestre y su diaria caída con la roca de Sísifo
a
las espaldas, en la percepción y hallazgo de su verdad, una
verdad
desgraciada, hecha para anonadarlo con el fruto
siempre reiterado de
la incertidumbre; era ese combate
invisible que Silvestre libraba
solo, sin escudo y sin
espada, y en el que los demás no acertábamos
a ver sino la
actitud mansa y la mirada melancólica, en los
momentos
aquellos de incurable tristeza en que Silvestre se
habrá
convencido de que no era posible otra cosa que callar,
prisionero como
estaba, incomunicado de todos cuantos lo
rodeábamos, en este mundo
que no era el suyo.
"Su inclinación por la música -ha dicho
mi padre en su
carta-, es como todas las cosas, un bien y quizá
también un
mal."
Únicamente hay que tomar en cuenta que
estas palabras están
dichas cuando Silvestre tenía once años. ¿Cómo es
posible