de Verlaine, en
el alcohol de Silvestre, en el de Mussorgsky,
en el de Whitman, en
el santo, criminal alcohol de todos los
hombres solitarios, que es
como si acabáramos de recibir una
bofetada en pleno
rostro.
Más no una bofetada de ellos, sino una bofetada de Dios. Y
no
obstante los hemos condenado y los hemos escarnecido y nos
hemos
repartido sus vestiduras, después de jugárnoslas a la
suerte, a su
suerte, a su infortunada suerte de
multiplicadores del pan. Es así
entonces como hay que
comprender a este repartidor de alma que fue
Silvestre, y no,
no absolverlo de ningún modo, puesto que nació absuelto
desde
que fue concebido.
Silvestre nació absuelto porque
previamente ya era un ser
condenado sin remedio. Él era la
condenación misma, su propio
cuerpo del delito, la condenación en estado de
gracia
concebida sin pecado original, definitiva y pura, y no
había
nada que absolver más allá del hecho justísimo y aterrador
de
ser Silvestre el condenado, de estar condenado a ser
Silvestre.
Porque, en suma, Silvestre no es nada, sino una