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resentidos, para los mediocres, para los canallas, el que
Silvestre bebiera! ¡Con qué fruición, con qué turbio placer,
con qué cascabeleante alegría apuntan su dedo hacia el
culpable!

Sí, amables señores; sí, abominables fariseos; sí,
impecables y correctos canallas:
Silvestre bebía. No quiero callarlo, ni correr sobre esto un
velo de silencio cobarde.

¿Por qué has derramado la vida. Por qué has vertido
en cada copa tu sangre, por qué has buscado
como un ángel ciego, golpeándose contra las puertas oscuras?

Así lo preguntaba ya, al pie de su tumba, con estas palabras
de metal entrañable y amoroso, la grande y sobrecogida voz de
Pablo Neruda, ese otro hermano mayor. Silvestre bebía, sí,
¿Pero por qué? ¿Por qué? ¿Por qué se golpeaba contra esos
muros infinitos y se dejaba caer en ese abismo de amargura,
hasta escocerse los ojos con el alcohol bendito y homicida?



 

Ahí esta la respuesta: era preciso quemarse los ojos para no
mirar tanto; era preciso abandonarse en manos de Caín para
pagar la culpa del hombre y redimir su destierro. Porque los
hombres como Silvestre ven más allá de lo que nosotros vemos,
y los ojos de Silvestre no se cerraban nunca. En rigor
permanecerán abiertos para siempre, mientras su música viva,
cante y proteste desde el fondo de la tierra.

La realidad que rodeaba a Silvestre lo hería más
profundamente que a ningún otro: no sólo la realidad de su
vida personal y privada, sino, sobre todo, la realidad del
mundo y sus tercas tribulaciones que a cada golpe hacen
cambiar al hombre de esperanza en un juego que parece no
tener fin.

Silvestre sabía esto; lo sabía todo. No ignoraba tampoco,
por ello, que el hombre está llamado a libertarse y ha de
forjar con lágrimas, con la carne, de su carne, el destino de
la humanidad verdadera, libre de la baja zoología a la que
aún se encuentra encadenado.

 
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