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Por eso Silvestre, con dolorida y ardiente sumisión,
aceptaba su genio como una fatalidad esperanzada y sombría,
donde estaba llamado a consumirse, a quemarse, a naufragar.
En su bella y tenebrosa tarea, así, no hay sitio para el ruin
engreimiento de los hombres que pacen en la llanura: él está
en la montaña, tristemente abandonado, crucificándose a cada
instante sobre los brazos de la cruz que lleva dentro, y sabe
entonces que no puede desfallecer, que está condenado a no
desfallecer, sin que se le ofrezca tampoco, así sea en los
peores y más crueles instantes, ningún otro aliento que aquél
de que pueda nutrirse en el desaliento de su propio infierno.

Silvestre sabía que ésta era la sentencia que aceptaba en su
contra. La sentencia incompartible, aun más, incomunicable;
ésa que no se puede decir a los otros, que no se conlleva con
nadie, que no se puede proclamar, y ha de padecerse a solas,
encerrado dentro de la propia habitación hermética del alma,
como envuelto por una sustancial y sedienta llamarada.

Era éste el ascender a los infiernos, donde son arrojados,
hacia el cielo, los ángeles caídos, esos ángeles intrépidos y



 

solitarios, los únicos que se saben lanzar a la verdadera, a
la espantosa y enaltecedora rebelión del espíritu.
El precio que se cobraba el genio de Silvestre era arrojarlo
a la sima de esa lucha, al centro mismo de su violencia, en
medio de los demonios, incitándolo a que los retara, a
dejarse abrasar por su fuego y vivir entonces la inminencia
total de los riesgos, en el punto exacto donde e comienza la
frontera entre "la destrucción y el caos", y lo que está de
este lado, acá en el mundo de nuestras pequeñas zozobras, de
nuestras dóciles desesperaciones y nuestros asépticos pecados.

Ya me parece oír la voz de los fariseos, señalando con su
índice de fuego, de fuego artificial y fatuo: "¡Todo eso no
es sino para justificar los vicios de Silvestre! ¿De qué le
servía su genio si bebía, si era un borracho que frustraba su
vida y su obra, hundiéndose en el alcohol? ¡Mírenlo ahí en
las tabernas, con el espíritu roto! ¡Mírenlo por las calles,
grotesco y risible como un rey de burlas!"

Debo hacer un esfuerzo para que la rabia no me impida
hablar. ¡Qué consuelo tan grande para los fariseos, para los

 
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