Por eso Silvestre, con dolorida y ardiente
sumisión,
aceptaba su genio como una fatalidad esperanzada y
sombría,
donde estaba llamado a consumirse, a quemarse, a
naufragar.
En su bella y tenebrosa tarea, así, no hay sitio para el
ruin
engreimiento de los hombres que pacen en la llanura: él está
en la
montaña, tristemente abandonado, crucificándose a cada
instante sobre
los brazos de la cruz que lleva dentro, y sabe
entonces que no puede
desfallecer, que está condenado a no
desfallecer, sin que se le
ofrezca tampoco, así sea en los
peores y más crueles instantes, ningún
otro aliento que aquél
de que pueda nutrirse en el desaliento de
su propio infierno.
Silvestre sabía que ésta era la sentencia
que aceptaba en su
contra. La sentencia incompartible, aun más,
incomunicable;
ésa que no se puede decir a los otros, que no se
conlleva con
nadie, que no se puede proclamar, y ha de padecerse a
solas,
encerrado dentro de la propia habitación hermética del
alma,
como envuelto por una sustancial y sedienta llamarada.
Era éste
el ascender a los infiernos, donde son arrojados,
hacia el cielo,
los ángeles caídos, esos ángeles intrépidos y