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aprensiva
inquietud, de su extraordinario talento, o para decirlo de una vez
con franqueza, de su genio. Pero, repito: no se asombraba de tener
genio. Más bien parecía querer llevarse el índice a los labios, en
señal de pedir un silencio cómplice, a fin de que nadie se lo
dijera, con una suerte de miedo a que cualquier testimonio,
exterior a su propia persona, le confirmara la existencia dentro de
su espíritu de esa cosa amenazante, seductora y terrible. Por eso
junto a la alegría tan terrenal, tan inmediata, de su manera de ser,
su dolor, en cambio, no era de este mundo. Estaba traspuesto más
allá de cosas cercanas situado en el espacio distante de una atmósfera
desquiciadora y desesperanzada, más real y con mucha mayor
existencia que el dolor privado, puramente doméstico, biográfico, de todos
los días. De aquí el que no pudiera aceptar la existencia
de la maldad concreta que constituyen las envidias y los
rencores cotidianos; ni menos aún aceptar que alguien, de igual
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concreto, dirigiese esa maldad en contra suya. ¿Por
qué habría de ser así? Para él era sencillamente increíble.
En
la misma forma, como si esto fuera un delito contra todos los
demás, Silvestre no se estacionaba en el sufrimiento de sus problemas
"privados". Digo, debió sufrir de un modo espantoso por ellos, y yo
pude verlo a la muerte de nuestra madre, desgarrado y bárbaro, como
también en otras ocasiones.
Quiero decir, había además en él
otro sufrimiento sin tregua, un dolor impersonal y genérico, que no
acierto a formular con exactitud, pero que es como esa móvil
desazón, esa nostalgia sin descanso que padecen los ángeles
caídos, que en Silvestre era la nostalgia, no de un paraíso perdido, sino
del paraíso no encontrado, la nostalgia del futuro, del tiempo por
venir, y que se mezclaba con esa lucha, torturante y vencedora,
entre la duda y la fe, el desconcierto y la esperanza, la fatiga y el
impulso, en la guerra del espíritu, lúcida y desnuda, que todo
hombre completo libra y sabe librar siempre a lo largo de su
existencia.
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