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Silvestre me mira poco a poco de soslayo, la expresión
falsamente contrita pero lleno de disimulado regocijo, con
ese modo en él tan característico mientras flota en sus
labios una sonrisa encantadora.

Cuando abandonamos el tranvía no deja de celebrar el
divertido incidente. "¡Plomero, plomero!", comenta con
entusiasmo. "¿No es espléndido? ¿A quién se lo ocurriría que
yo pudiera ser un pinchurriento músico?"

Estamos en la calle donde Silvestre vive. Súbitamente se
detiene y como si hablara consigo mismo, lejano, dice, ya con
otra voz: "¡Pero de veras...! ¿Por qué no mejor habré sido
plomero...?", y una sombra de melancolía le oscurece la
hermosa frente. Esta sombra como que nos separa uno del otro,
igual que un muro. Ya Silvestre escapó a tras regiones
inhabitadas e inhabitables. Ya no está conmigo.

Era todo lo contrario de un filisteo, el antifilisteo por
excelencia. Odiaba por ello a toda esa gentuza barata e
imbécil, que ya no halla el modo de darse importancia, y al



 

hallazgo de cuya menor ocasión, los que la agarran, se
conducen al instante como si fuesen las sacrosantas deidades
intangibles de la crítica, de la literatura, de la música o
lo que sea, y adoptan, respecto a sus propias personas, ese
aire amoroso, fatigado y displicente, de quienes le están
haciendo al mundo el favor de haber nacido. Para éstos sí que
no tenía misericordia Silvestre.

A ellos está dirigida, con toda seguridad, esa jugarreta
inocente de Silvestre cuando puso a una de sus composiciones
el irreverente y desenfadado nombre de Música para charlar.
En esto se conducía Silvestre con el mismo espíritu de
traviesa alegría con el que aceptaba que la gente lo tomara
por plomero, pero a nadie pareció gustarle la broma y todos
se apresuraron a ponerse el saco de la ofensa.

Los críticos fueron los primeros en molestarse ante el
desacato: Silvestre pretendía burlarse de ellos y de su
respetable oficio; trataba de jugarle una mala pasada al buen
criterio y a la cultura del público; aquel nombre era
ofensivo e irritante.

 
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