Silvestre me mira poco a poco de
soslayo, la expresión
falsamente contrita pero lleno de disimulado
regocijo, con
ese modo en él tan característico mientras flota en
sus
labios una sonrisa encantadora.
Cuando abandonamos el
tranvía no deja de celebrar el
divertido incidente. "¡Plomero,
plomero!", comenta con
entusiasmo. "¿No es espléndido? ¿A quién se lo
ocurriría que
yo pudiera ser un
pinchurriento
músico?"
Estamos en la calle donde Silvestre vive. Súbitamente se
detiene y
como si hablara consigo mismo, lejano, dice, ya con
otra voz: "¡Pero
de veras...! ¿Por qué no mejor habré sido
plomero...?", y una
sombra de melancolía le oscurece la
hermosa frente. Esta sombra como que
nos separa uno del otro,
igual que un muro. Ya Silvestre escapó a
tras regiones
inhabitadas e inhabitables. Ya no está
conmigo.
Era todo lo contrario de un filisteo, el antifilisteo
por
excelencia. Odiaba por ello a toda esa gentuza barata e
imbécil, que ya
no halla el modo de darse importancia, y al