Silvestre me reprime con un
contenido ademán reprobatorio y
solemne. "¡Es que ya se dieron cuenta de
que tengo talento
-dice en voz baja, como si me trasmitiera una
confidencia
única en el mundo-, y han de pensar que soy un gran
artista!"
La actitud de la gente del tranvía nos hace a cada
momento
sentirnos más ridículos. Imaginan de veras, que están
delante
de quién sabe quién, pero que debe ser alguien muy
importante,
alguno de esos que salen en los periódicos.
Aquello amenaza con
prolongarse indefinidamente hasta que,
por fin, la voz escéptica y
desencantada de una mujer, rompe
la tensión grotesca que nos
envuelve:
- ¡Bah! ¿Y qué tanto le miran? -exclama-: ¡Ha de ser
plomero!
Como por arte de magia, en un segundo se disipa el
interés
de todas aquellas buenas gentes por Silvestre. Hasta parece
sentirse
en el aire el soplo colectivo de un suspiro, al caer
todos en
cuenta de que estaban, en efecto, no ante el domador
de leones o
tragasables que habrían quizá imaginado, sino
delante de un simple y
vulgar plomero.