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Era como un semidiós, travieso, la mirada con aquellos
resplandores de inocente malicia y luego esos terminantes
ademanes que tenía. No resultaba difícil imaginarlo desnudo
en un estanque, rodeado de ninfas y con una corona de uvas y
laureles ceñida a la cabeza, jocundo y espléndido como
Dionisos en su reino. La idea le cautivaba indeciblemente al
propio Silvestre, aunque en seguida añadiera a la imagen
algún alegre toque, más bien triste, de pequeña ironía
burlona en su contra: "Bueno -decía entonces-, pero un
Dionisos ya medio fuera de la circulación... "

En primer lugar Silvestre se burlaba de sí mismo, lo cual le
permitía burlarse de los demás sin remordimientos, como si lo
primero ya fuese el pago de cierta patente de impunidad, o
una especie de desagravio para los ofendidos, los que de
ningún modo habrán quedado satisfechos, claro está.

EI optimismo, el amor, la generosidad, fluían de su ser sin
que Silvestre se diera cuenta, pues ignoraba sus "virtudes"
en absoluto, y se habría sorprendido con sincera
incredulidad, caso de apercibirse que las tenía. Me equivoco:



 

se habría puesto furioso. Le gustaba, mejor, creerse malo;
tener la convicción de que su espíritu era negro y perverso.
Lo cual era cierto... y ahora lo digo con la misma intención
sarcástica y mordaz que usaba Silvestre.

Su imagen me viene muy clara a la memoria cuando devoraba
helados, igual que un chiquillo, los domingos por la tarde,
en una pastelería de las calles de Puebla a donde íbamos
siempre después de visitar a nuestra madre, que vivía por
aquel entonces en la avenida Chapultepec.

Silvestre se detenía ante las puertas del establecimiento y
me miraba con el aire cómplice y furtivo de quien se dispone
a cometer una travesura. "¿Entramos?", me decía con la
entonación conspirativa de un carbonario; pero antes de
obtener respuesta ya se había metido de rondón con ese
movimiento de brazos, supremo, grandioso y desesperado, del
suicida que abandona todo a sus espaldas.

Recuerdo la siguiente anécdota, muy significativa por cuanto

 
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