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aquellas críticas con impaciencia no disimulada, para
protestar al final con cálidas expresiones, que parecían
tanto más sinceras cuanto estaban destinadas a defender a un
enemigo.

Uno estaba a punto de caer en el lazo, pero de pronto
advertía el fingimiento de Silvestre en el marcadamente
exagerado énfasis de aquella defensa suya, que ya estaba a
punto de hacerlo derramar lágrimas.

"¡No hay derecho! -decía más o menos, a tiempo que su rostro
adoptaba la maliciosa expresión requerida-. ¡Decir eso de
Fulano! ¡Y luego tan buena persona que es! Tan buen músico
-aquí comenzaba el veneno-, tan cumplido en su casa... ¡Un
hombre de conducta intachable! Además, está esa obrita suya
que compuso... ¿Cómo se llama? Ésa con la que arrulla a sus
hijos por las noches y, a causa de la cual, esos mismos hijos
le guardarán, hasta el fin de sus días, el más profundo y
homicida dé los rencores... ¡No hay derecho!"



 

Entonces cambiaba de voz para adquirir un tono
admonitoriamente tribunicio: "¡Hijos mal agradecidos, que no
merecen ese padre modelo, pero a quienes, en castigo, los
dioses condenarán por los siglos de los siglos a ser
eternamente buenos ciudadanos y maridos virtuosos...!"

Aquello terminaba, sin embargo, más o menos en serio, con
indulgentes juicios de Silvestre hacia la obra de Fulano,
juicios que, por indulgentes, venían a ser probablemente más
terribles. "En fin -remataba por último-, creo que Fulano
llegará a ser un gran músico, estoy convencido... -hacía una
pausa y miraba a un lado y otro como cerciorándose de que
nadie sorprendería el secreto que iba a trasmitir a su
interlocutor, y luego hablaba en voz baja, sirviéndose de la
mano a guisa de pantalla- ...pero hay que aconsejarle que
vuelva a estudiar solfeo..." Descritas en el papel, estas
burlas sangrientas de Silvestre resultan pálidas, pobres y
sin la menor gracia. Pero es casi imposible darles el matiz,
el humorismo, la maligna travesura, verdaderamente
histriónicas, de que Silvestre sabía impregnarlas.

 
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