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Ponía de relieve en esta forma la preocupación que más lo
inquietaba: no beber, apartarse -y apartar a los demás- de
esa maldición que tan cruelmente se le había impuesto.
Trataba de indagar respecto a mí, con una especie de angustia
y una cierta vergüenza intranquila, la vergüenza filial del
padre que aborda un asunto espinoso ante su hijo. "¿O es que
también bebes?", terminó por preguntarme con mucho
trabajo, aunque más bien en un tono afirmativo. Enseguida
hizo con las manos un vivo movimiento para indicar que no le
contestara. No dije una palabra.

Resulta curioso que cuando le parecía descubrir determinada
capacidad o dote en la inteligencia de alguien, Silvestre
tuviera miedo a la venganza que tal privilegio podría tomarse
contra su poseedor.

Juzgaba por sí mismo, por su propia experiencia y la
terrible lucha en que estaba empeñado.

Después de aquella pregunta el rostro de Silvestre volvió a
resplandecer con sus joviales destellos de costumbre. "Está



 

bonito tu artículo -dijo con una sonrisa ancha y, fraternal-,
pero me gusta más aquél donde me comparabas con un perro de
San Bernardo. ¡Ese sí que estaba bueno! ¡Un perro de San
Bernardo...!" -y reía con una de esas carcajadas suyas, tan
gozosas y felices.

Parecía como si estuviera más allá de la maldad y ésta no
pudiera alcanzarlo, pero él mismo no dejaba de ejercer,
contra determinadas personas, cierto espíritu de maligna
burla y sarcasmo, que llegaban a los extremos de lo cruel,
pese a no abrigar la menor mala intención verdadera.

Intentaré reconstruir esta actitud de Silvestre a través de
una situación imaginaria, que pudo haber sido real o que en
efecto lo fue.

Por ejemplo, se trataba de criticar a ésta o aquella
persona, desde luego un músico por el que Silvestre no
abrigaba la menor simpatía, y esto con justicia, pues
naturalmente debía ser un mal músico, alguno de esos
tramposos de los que tanto abundan. Silvestre escuchaba

 
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