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involuntariamente ofrecía era mucho más patético que las
maravillas de la magia y las sorpresas de la habilidad.
Silvestre sacaba de sí mismo, de su entraña, cada nota, cada
sonido, cada acorde; los extraía de su corazón, de su
vientre, de su cabeza, de un bolsillo insondable de sus
pantalones -como ese objeto mágico que siempre llevamos con
nosotros, único confidente de nuestro tacto angustiado,
oscuro resumen de las mil muertes y nacimientos de cada día.
O brotaban de sus ojos, de sus manos, del aire eléctrico que
creaba en torno suyo. Silvestre era, al mismo tiempo, la
cantera, la estatua y el escultor.

A pesar de su corpulencia y de su espíritu vasto y generoso,
no ha creado una música de grandes proporciones; había como
una íntima contradicción en su ser. Su música, irónica,
burlona, esbelta -flecha y corazón al mismo tiempo-, era un
prodigioso y delgado instrumento para herir. Más que una
arquitectura, su obra es un arma aguda y trágica. Un arma y
una entraña, simultáneamente. Silvestre no se defendía de la
música, como no se defendía de la vida. Aguzaba la punta de
su música como el sacerdote aguza la hoja del cuchillo,


 

porque él era, siempre, el sacrificador y la víctima. En esta
actitud podemos encontrar el secreto de su autenticidad y de
su verdad; había encontrado el punto misterioso en que el
arte y la vida se tocan y comunican, el nervio tenso de la
creación. Su arte, por eso, era todo lo que puede ser el
arte, ni más ni menos: legítimo, genuino. Ni sincero, ni
mentiroso, categorías que no pertenecen al arte, sino
verdadero. Esta legitimidad artística la tenían tambié n su
vida y su cuerpo; al tocar su mano se tocaba algo caliente,
profundo: un hombre.

Era tierno en ocasiones; en otras, áspero y reconcentrado.
Silvestre no amaba el desorden, ni la bohemia; era, por el
contrario, un espíritu ordenado; a veces hasta exageradamente
ordenado. Puntual, exacto, devorado casi por ese afá n de
exactitud, se presentaba siempre con anticipación a las citas
y se apresuraba a cumplir con las comisiones o encargos que
se le daban. Esta preocupación por el orden era un recurso de
su timidez y una defensa de su soledad. Porque era tímido,
silencioso y burlón. Amaba a la poesía y a los poetas y su
gusto era siempre el mejor. No tení a placer en las compañías

 
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